Por Luz Panizzi, actriz y estudiante de Letras
Me acuerdo de que lo primero que me asombró fue lo inmenso. El Coliseo es gigante. Gigante y hermoso, pero más gigante, como en las fotos.
Me acuerdo de que lo segundo que me asombró (y no por eso menos importante, al contrario) fue que en ese lugar gigante y hermoso lo que se hacía es bastante lejano a algo hermoso: matar gente.
El suelo, sobre el cual uno de los gladiadores perdía la lucha (en el Coliseo se batían a duelo) ya no existe más. Pero con el tiempo, los hombres reconstruyeron casi la mitad para que podamos imaginarlo mejor.
Entonces, cuando vas podés ver: el escenario (un poco menos de la mitad y reconstruído), los subsuelos y las inmensas tribunas, donde todos los espectadores ocupaban su lugar y disfrutaban el espectáculo. Sí, en ese momento, ver cómo dos hombres luchaban hasta que uno moría era un espectáculo. Pero ojo, el lugar no se podía elegir. Lo elegía tu clase social. Si eras esclavo, en el sector de los esclavos. Si eras parte del clero, en el prestigioso sector del clero, bien cerca del señor Emperador.
Me acuerdo, ahora, de que lo tercero que me asombró fue que todos saliéramos vivos. Por suerte, las miles de personas que pisamos el Coliseo y yo, no sólo no hizo falta que nos batiéramos a duelo, sino que pudimos sacar fotos, recorrer y después irnos a tomar un licuado.
Eso sí: durante todo el paseo estuve pensando y tratando de imaginar a las personas que entraron alguna vez y no pudieron salir. También, por miedo a equivocarme de lugar, preferí no sentarme en ningún lado.
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