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12 de diciembre de 2018

América (1522-1600)

• A principios del siglo XVI, en el sur de América había territorios más poblados y civilizaciones más avanzadas que en el norte. Ahí surgió, en un tiempo relativamente corto, una raza mestiza, formada de la fusión entre españoles, indígenas y esclavos negros (llegados a partir del año 1510).

• Brasil fue invadido en nombre del rey de Portugal en el año 1500. La verdadera colonización tuvo que esperar hasta la década de 1530, cuando se establecieron factorías a lo largo de la costa. El dominio portugués se vio amenazado en 1555 por la llegada de colonos franceses, quienes fueron rechazados por tropas portuguesas.

• Conocidas las riquezas que existían en el actual Perú, Francisco Pizarro consiguió en 1529 un acuerdo mercantil con la reina Isabel (junto al rey Carlos dominaban España y el Sacro Imperio Romano Germánico) para invadir y explotar la región.

• Los genocidas españoles arribaron a Perú en 1531 y mantuvieron una falsa amistad con los incas. En realidad, estaban manipulando a distintos pueblos para atacarlos. En 1532, con la excusa de que el inca Atahualpa se negó a someterse al cristianismo, comenzaron una salvaje matanza.

• En 1534, hartos de tanta violencia, los incas, liderados por Manco Inca, se rebelaron. Luego de meses de enfrentamientos, los incas se retiraron hacia la región de Vilcabamba, donde resistieron durante décadas.

• Los españoles convirtieron a Perú en un importante centro de expansión. Así, en 1534 conquistaron Quito, desde donde luego invadirían la actual Colombia.

• Fundación de ciudades en América: Quito (1534), Lima (1535), Asunción (1537), Bogotá (1538), Santiago de Chile (1541), La Paz (1548), Sao Paulo (1554), Río de Janeiro (1565) y Caracas (1567).

• En 1542, los españoles crearon el Virreinato del Perú, decididos a saquear, esclavizar y asesinar a los pueblos originarios americanos. Y escribieron las Leyes Nuevas, que reconocían a los americanos como seres humanos, pero inferiores: se los consideraba legalmente como a los menores de edad.

• En forma progresiva fueron llegando invasores de otros países, atraídos por los hallazgos de metales preciosos.

• Los conquistadores, por suerte, terminaron mal: Francisco Pizarro fue asesinado en Lima; su hermano Gonzalo fue ejecutado por orden del virrey; y Hernando de Luque estuvo preso durante más de veinte años.

• En 1540, Pedro de Valdivia llegó a los valles centrales de Chile. La resistencia de los mapuches desembocó en una guerra abierta y el conquistador fue muerto en 1553.

• Hacia la segunda mitad del siglo XVI, inmediatamente después de la conquista de los incas y aztecas, los españoles iniciaron la explotación más o menos planificada de las tierras que invadieron en América, al igual que los portugueses. En cambio, América del Norte apenas si fue explorado. El primer europeo que arribó a sus costas fue el veneciano Juan Caboto en 1497.

• Los incas intentaron recuperar sus tierras en 1572, liderados por Túpac Amaru, que fue criminalmente ejecutado frente a una multitud que guardó partes de su cuerpo con el deseo de que pudiera resucitar.

(Información extraída de Historia Universal, tomo 10, Editorial Sol 90)

• La conquista del Río de la Plata se realizó desde tres direcciones: desde el este, el norte y el oeste.
Desde el este, los genocidas llegaron directo desde España. Fundaron fuertes y aldeas que luego serían las ciudades de Buenos Aires (fundada en 1536 y 1580), Asunción del Paraguay (1537), Santa Fe (1572) y Corrientes (1588).

Desde el norte, llegaron a través de los valles cordilleranos de Perú, Bolivia y Humahuaca. Fundaron Santiago del Estero (1555), Tucumán (1565), Córdoba (1573), Salta (1583), La Rioja (1591), Jujuy (1593) y Catamarca (1683).

Desde el oeste, llegaron a la región de Cuyo luego de haber sometido Chile. Fundaron Mendoza (1561), San Juan (1562) y San Luis (1594).

(Información extraída de mis apuntes de 8° grado)

20 de febrero de 2017

Familia Biertosz (foto de 1938)

La familia Biertosz viajó desde Bielorrusia (actual Belarús, integrante entonces por la Unión Soviética) hasta Paraguay para buscar mejores condiciones de vida. En la foto, tomada en 1938 para confeccionar sus pasaportes, aparecen Simón Biertosz junto a su esposa Ana y sus hijas Ksenia (arriba) y Teofania (abajo).

9 de agosto de 2016

Teofania Biertosz (nacida en 1931)

Por Martín Estévez

Quiero escribir sobre mi abuela antes de que se muera. Más que nada, por principios: para que pueda defenderse. Aunque, la verdad, mucho no puede defenderse: tiene 84 años y anda débil, duerme casi todo el día y el cerebro está empezando a fallarle. Igual, aunque no sé cuándo morirá, prefiero escribir ahora. Y empezar contando que, a grandes rasgos, mi abuela podría ingresar en el grupo conocido como “viejas de mierda”.

Puede ser que escriba enojado por el trato que me dio hoy, por el que nos da a todos, todos los días. Puede ser. Aunque le cocinan, la cuidan, la quieren, mi abuela Teofania se queja. Maltrata a sus hijas, les rompe la paciencia, las ignora. Yo soy un boludo porque hago 35 cuadras en bicicleta bajo llovizna, con 11 grados de temperatura, con las orejas congeladas para verla. Y ella, con suerte, me saluda y me pregunta cómo estoy. Se queja de alguna cosa, se da vuelta y sigue durmiendo. Eso, en un buen día.

En un mal día me ignora, o me dice que su vida es una porquería, que no tiene nada que hacer, que tiene calor o tiene frío o le arden los ojos o no escucha bien o le molesta la luz o le molesta el ruido o le molesta la lluvia o le molesta que la llamen por teléfono o le molesta que alguien, en el mundo, sea feliz. Me dice que no la moleste más y sigue durmiendo.

Alguno pensará que es porque está vieja, pero no: Fanny fue siempre así. Mucha cara de perro, mucha queja. Cuando llorabas, te retaba porque llorabas. Cuando te reías, decía su frase más de mierda:

El que se ríe de día, va a llorar de noche…

¡Qué ganas de arruinarte el momento! Me acuerdo, me acuerdo bien una noche en la que Chuna se quedó a dormir abajo y, con mi hermana, cantábamos canciones groseras, bajito. Ella entró, nos escuchó a los tres, y me retó. A mí solo. “Sabía que vos ibas a estar cantando esas porquerías”, dijo. Y se fue.

Me acuerdo, me acuerdo bien cuando dibujé una bandera para regalársela, la de su país: Unión Soviética. ¡Más contento fui a dársela! Cuando la vio, en vez de explicarme que estaba en desacuerdo con el régimen político soviético, la rompió en pedacitos, en mi cara. Y, con cara de culo, me dijo: “Nunca más dibujes algo así”.

Me acuerdo, me acuerdo bien cuando me hablaba mal, muy mal de mi papá. A solas, aprovechándose de lo indefenso que puede estar un chico de 8 años. Llegó a decir que tenía que “colgarse de una soguita”. Sugirió, enfrente mío, envuelta en su dolor de madre, que mi papá tenía que suicidarse por las cosas que había hecho.

Me acuerdo, me acuerdo bien que, cuando yo tenía 19 años, salí de mi casa y volví enseguida, porque me había olvidado algo. Entré a mi pieza y ahí estaba ella, concentrada, silenciosa: Fanny leyendo mis cartas, las cartas íntimas que me escribía con mi novia, las cartas donde ella contaba cosas sólo para mí, y yo sólo para ella. Y Fanny, infame, sentada ahí, cagándose en mi privacidad, traicionándome.

Por las dudas, les aviso a mi tía Elvira y a mi mamá Tatiana (sus hijas) que, si esto les pareció demasiado fuerte, dejen de leer, porque lo que viene es peor.

Después de pensarlo mucho, llegué a la conclusión de que mi abuela es así porque no disfrutó del sexo. No es que disfrutó poco: no disfrutó nada. Nunca se revolcó porque sí, mi abuela. Sí, estoy diciendo sexo: besarse, manosearse, excitarse. Si hace falta, introducir un pene en una vagina. Si leer esto los pone incómodos, estamos en problemas: lo único que vamos a lograr es generar personas reprimidas como mi abuela.

Yo la escuché hablar mucho a Fanny. Muchísimo. La escuché decir miles de cosas. Pero nunca, nunca jamás de su boca, salieron las palabras placer, goce, pasión. Nunca jamás la escuché decir sexo, pene o vagina. No estaban en su vocabulario. No se las enseñaron.

A Teofania, a Fanny, a mi abuela, le enseñaron que su trabajo era cocinar, lavar y coser. Nació en Bielorrusia, hacía frío, había nieve y, a los 11 años, a veces tenía que cuidar sola a sus hermanas mellizas, que tenían 3.

Repito: a los 11 años tenía que cuidar sola a sus hermanas mellizas, que tenían 3.

Y de pronto estaba en un barco, lleno de hombres y mujeres y borrachos y camarotes chiquitos. Semanas en un barco en el que había enfermedades, pestes, fiebre, personas que morían. Ella era una niña que veía a personas morir enfermas, sin medicinas, sin cuidados, sin sepulcro.

De pronto no había nieve y frío, sino calor, y ella estaba en Paraguay, y tenía que trabajar en la casa de desconocidos cocinando, barriendo y planchando. Era menor de edad y tal vez limpiaba los restos de mierda del inodoro de una familia de desconocidos. 

Hablo de Fanny. De mi abuela.

Y en Bielorrusia y en Paraguay y en Argentina escuchó la misma cosa: que ella era mujer, y que la mujer que gozaba era una prostituta. Que la mujer que se vestía como quería era una ramera. Que la mujer que cojía por placer era una puta. “Cojer”, sí. Alguno pensará que es aberrante que yo escriba así; yo digo que es aberrante que se lo hayan hecho creer a mi abuela.

Fanny tuvo sexo sólo para cumplir con otra obligación: tener hijos. Dos veces. Me juego tres dedos de la mano a que jamás tuvo un orgasmo. Le dediqué tiempo a pensar si mi abuela tuvo o no tuvo orgasmos. No es zarpado, ni gracioso: es lo que tenemos que hacer en esta sociedad para dejar de ser machistas.

Fanny rompía las bolas con que su marido (Víctor) no la llevo nunca al cine. Se lo escuché decir mil veces. La entiendo ahora: a ella no le molestaba que Víctor fuera o no fuera al cine. A Fanny, lo que la lastimaba, era que sus decisiones dependieran de un hombre. Desde lo psicológico, porque se lo habían enseñado: ella tenía que “seguirlo”. Pero también desde lo material: Fanny no tenía un peso. Cuando ella era joven, los hombres podían comprarse cigarrillos, ir al cine, pagar una prostituta y someterla. Las mujeres, como Fanny, no podían comprarse un peine, ni un chocolate, ni una entrada de cine sin pedirle plata a su marido.

Fanny no disfrutó de su familia, porque tuvo que trabajar. Fanny no disfrutó de lo material, porque era pobre. Y Fanny no disfrutó su sexualidad, porque era mujer. Qué vida de mierda le impusieron los políticos, los empresarios, los explotadores, el sistema. Qué vida de mierda.

¿Cómo no va a quejarse? ¿Cómo no va a sufrir? Le enseñaron que su vida dependía de un hombre, y el hombre se murió hace exactamente seis años. Y entonces ella se empezó a morir también, tal como se lo enseñaron: sin un hombre al lado, no servís.

¿Podría ser distinta? Sí. Su hermana Nina sufrió lo mismo, y también se le murió el marido, y no pudo tener hijos. Pero, aunque es amable y sonríe, es una excepción.

Está mal pedirles a todas las mujeres que sufrieron tanto, que sean como Nina. Sería como pedirles a todos los niños pobres de Rosario que se conviertan en Messi: una injusticia absoluta.

Hoy lloró mi abuela, lloró mucho, como cada vez que la veo. A veces le preguntan por qué llora. A mí no me hace falta preguntarle: llora por cada infancia en la que fue mucama, por cada muerte que vio al lado suyo, por tantos deseos sexuales que tuvo que reprimir. Llora por las películas que no pudo ver sin su marido, por todas las putas tardes en las que ni siquiera puede reprocharle a un hombre todas sus lágrimas.

Llora mi abuela y lloro yo con ella, en silencio, sin que se dé cuenta. Lloro por ella y por todas las mujeres a las que les complicaron la vida con ideas absurdas, crueles, violentas. Le perdono todo porque soy hombre, porque soy yo el que tiene que pedir perdón. Sé que ser mujer hoy es tan difícil y me duele estar del otro lado, culpable por no arrancar a todos los hombres injustos que contaminan el mundo.

Sé que ser mujer hoy es tan difícil, pero no puedo ni imaginarme lo difícil que habrá sido en 1931, cuando nacía esta viejita hermosa. Cuando esta bisabuela que hoy nos trata mal no era bisabuela ni nos trataba mal, sino que esperaba del mundo lo que merecía: justicia, placer, amor.

El capitalismo le robó la justicia, porque mientras algunos no trabajaban y tenían mucho, ella trabajó mucho y no tuvo nada. El machismo le robó el placer, porque una mujer de bien no tenía que disfrutar del sexo. Le robaron la justicia y el placer. Y es por eso, especialmente por eso, que están ahí Tati, y Elvi, y estamos todos los que queremos estar, dándole cada vez que podemos lo único que no pudieron robarle: el amor.

El amor que Fanny me dio cada vez que me cocinaba, cada vez que me llevaba al colegio, cada vez que me compraba un chocolate antes de un examen. El amor que le vi mostrar por su marido sólo una vez, justo en el momento del infarto cerebral, cuando lo agarró de la cara y le dijo, se lo dijo, yo lo escuché: “¡Víctor, mi amor!”.

¡Cuánto, cuánto inmenso amor vi en los ojos de esa vieja quejosa, cuántos meses pasamos
los dos sentados al lado de Víctor, cuántos dolores compartidos!

A vos, Fanny, te enseñaron a acompañar a tu marido hasta el final, y no te dijeron quién te acompañaría a vos. Pero quedate tranquila: ahí están tus hijas, pacientes, para quererte. Y aunque te quejes siempre, tragues fuerte, me trates mal, no quieras leer, no quieras conversar, no quieras mirar y tampoco quieras oír, también, te lo prometo, hasta el final de los finales, voy a estar yo.

15 de mayo de 2016

El último paraguayo (Leandro Ramos) [2014]

[El último paraguayo es un texto escrito e ilustrado por el argentino Leandro Ramos en el año 2014; y reformulado por su amigo Martín Estévez en 2016]

Marco, nunca jamás en la vida, había sufrido tanto en la camioneta. Viajó apretadísimo, con las rodillas flexionadas hasta el pecho, con el cuerpo entumecido. Pero por suerte ya estaban llegando. La visita a Paraguay era una tradición de la familia Estigarribia, aunque esta vez el motivo fue triste: la enfermedad del viejo Agustín. En él pensaba Marco, en su abuelo, en toda la energía que tenía el año pasado.

La tía Estela les había comunicado por teléfono que su salud andaba mal. Marco sabía qué era la muerte: el año pasado, allá en Buenos Aires, habían asesinado a balazos a Brian, su compañero de colegio.

—Hace dos días que le cuesta levantarse -les dijo Estela apenas bajaron de la camioneta. El abuelo, igual, sonreía. Esa noche, incluso, comió en la mesa, impulsado por la presencia de sus únicos nietos, y repitió la historia de su tío:

—Fue el último caso de muerte por viruela. Se la llevó él, de tan valiente que era.

La noche siguiente, lo llevaron al hospital: tosía sangre, no podía comer. A las tres de la madrugada, Marco se quedó solo con su abuelo, anestesiado. Paraguay no le gustaba. El abuelo comenzó a susurrar cosas.

—¿Hace calor, Marquitos? -fue lo primero que entendió.

Le avisó a la enfermera que el abuelo tenía calor. El viejo agradeció. Marco sufría. Quería salir corriendo.

—Quiero contarte lo del Cerro Corá, Marquitos. ¿Hay tiempo?

—Sí –respondió seco.

—En el Cerro Corá no había tiempo. La guerra se terminaba, y lo que termina, todos se lo olvidan. En esa guerra, Marquitos, el olvido y la mentira fueron la misma cosa. La misma.

Marco sabía la historia. Un tatarabuelo de su abuelo, Agustín Estigarribia, había estado en esa guerra. El abuelo la había contado de muchas formas diferentes.

—Hacía calor, Marquitos. Hacía cinco años que tres naciones se habían unido para destruir al Paraguay. Los brasileños apuraban nuestra retirada. Cuatro mil quinientos soldados brasileños contra cuatrocientos cincuenta defensores paraguayos, que ya no podíamos defender más que nuestras vidas.

“Podíamos”, dijo el abuelo. Marco se dio cuenta.

—La retirada es lo más doloroso. Ninguno mira para atrás. Los invasores acusan a nuestro presidente, Francisco Solano López, de tirano. Todas mentiras. Él mismo nos lidera. La mitad de nuestras fuerzas son mujeres, viejos y chicos. Tenemos miedo. Sólo cincuenta de los que quedamos somos soldados de verdad. Me parece que soy el único que está en la guerra desde el prinicipio. Estuve en el Mato Grosso, en el Iberá, en Tuyutí...

El abuelo tenía los ojos cerrados.

—En el Cerro Corá, soy el último de la fila. Está bien morir al final, porque después la angustia termina. No hay nada peor que saber que, después de que te maten, la guerra y los asesinatos van a seguir. Entonces es mejor así. Los brasileños están cerca. Tenemos que organizar una línea de defensa, la que podamos. Las mujeres y los chicos se niegan a escapar. Quieren luchar con nosotros. Mientras en la Argentina y en el Uruguay ya nadie recuerda esta guerra, el Brasil está deseperado por nuestra eliminación total. La batalla final empieza. Pero ya ni odio nos queda. Ni odio ni razones. La guerra lo destruye todo, incluso a los brasileños, pero no se dan cuenta.

Respira fuerte, raro.

—Ya nos están matando. Fernández, el coronel Caminos, el general Francisco Roa, Benigno Campos. Les veo los ojos mientras mueren y no puedo hacer nada. Francisco Espinoza, antes padre de una parroquia, maldice a los porteños traidores. Cubro la huida de un grupo de mujeres y, al volver, la guerra está perdida. Solano López se mantiene sobre su caballo y los brasileños lo rodean. Lo tumban. Agarran a su esposa. Él grita: “¡Muero por mi patria!”. Y no muere: lo matan.

Marco pensó en llamar a la enfermera.

—Quedábamos diez. Diez paraguayos. No aguantamos mucho. De pronto fuimos dos, reconocí a mi compañero. Lo había visto tantas veces, pero nunca conversamos. Parecía de mi edad, tenía un poco mi cara. Maté a un soldado brasileño demasiado confiado, pero mi compañero muere. Estoy solo. Te juro que lo pienso: soy el último paraguayo en tierra paraguaya. Es lo último: una bala me revienta por el costado. La muerte me recorre, y no duele. De pronto estoy corriendo por la orilla de un arroyo, Marquitos, corro por la orilla de un arroyo.

El abuelo levantó la voz. La enfermera se acercó.

—Los brasileños festejan. O alguno me alcanza o me voy a morir desangrado antes de llegar a esos árboles. No sé por qué corro, pero corro. No quiero morir postrado. ¡Corro, Marquitos, corro! No hay que morir sin emoción.

El abuelo sonreía. La enfermera le clava una aguja con algo.

—Qué lindo el sol, Marquitos. Acá va toda mi sangre de una vida. No quiero morir como en estos meses. ¡No quiero morir como un muerto!

El abuelo no habla más. Agustín Estigarribia no habla más. Marco aguanta llorar. Su mamá entra a la sala. Marco sale. Camina hacia la casa. Afuera, los nombres de las calles se parecen a los de la historia de su abuelo. Vuelve a aguantar el llanto. Sin saber por qué, recuerda a Brian, su compañero del colegio. Muerto a balazos, allá lejos, en Buenos Aires.