7 de abril de 2016

Víctor Sawicki (1925-2010)

En 2005, cuando mi abuelo Víctor estaba por cumplir 80 años, decidí ayudarlo a contar su historia, para imprimirla y regalársela a quienes lo visitaran el día de su cumpleaños. Fueron unas tardes hermosas, anotando y anotando. Quedó esto.

“Hola, soy Víctor Sawicki, y les quiero contar mi historia... Nací el 18 de diciembre de 1925 en una aldea llamada Cviñuji, en Polonia. Esas tierras, hoy, pertenecen a Ucrania. Había ahí unas cien casas, alejadas unas de otras. En ese lugar me tuvieron mi papá Basilio y mi mamá María, y ahí viví hasta los 4 años.

Éramos nueve hermanos, yo era el tercero entre los más grandes. En 1929, mis papás decidieron viajar a América. ¿Aviones? Ja. Fueron 14 días en barco, 14 días seguidos en el mar. Eso que ahora llaman “hacer la América”, eso hicieron mis papás. Quisieron una vida mejor para ellos y sus hijos.

Llegamos al puerto de Buenos Aires. Esa fue la primera vez que pisé una ciudad, y enseguida nos fuimos al lugar donde, si Dios quería, viviríamos: Misiones. Y ahí, en mi Misiones querida, viví desde 1929 a 1945.

Teníamos un campo propio, donde mi papá trabajaba y todos lo ayudábamos en lo que podíamos. Yo, a los 7 u 8 años, ya trabajaba todo el día en el campo. Y también empecé a ir al colegio. Para llegar, tenía que caminar unas treinta cuadras... Me gustaba la escuela, pero sólo llegue hasta tercer grado: una vez que aprendías a leer y a escribir, para el campo no hacía falta más...

Pese a los años, es imposible olvidarla: nadie puede olvidarse de la escuela. Éramos unos 40 chicos, todos extranjeros, todos con problemas con el idioma. Al menos nosotros hablábamos en ruso. Pobres los dos chicos alemanes que no podían comunicarse con nadie... Al que se portaba mal, lo hacían arrodillar en maíz, o en arroz. No era tan sencillo como parece: teníamos pantalones cortos, los granos te marcaban todas las rodillas. Por suerte, nunca lo sufrí. Es que me portaba bien...

¿Cómo era vivir en un país del que desconocía el idioma? Y, uno se arregla... Era así nuestra vida, no existía elección. Ibas al almacén y no podías pedir algo: lo tenías que señalar, mostrar con el dedo qué era lo que querías comprar. Y eso cuando había plata para comprar algo, cuando andaba bien la cosecha...

Si bien mi papá era el que hacía el trabajo más duro, yo me esforzaba mucho. Sacaba yuyos, cosechaba yerba, todo con las manos. En los pocos ratitos que teníamos libres, con los otros chicos jugábamos con una pelota de trapo, a las escondidas, a la mancha... ¿Si corría mucho? Sí, yo era rápido, le ganaba a algunos.

Cuando digo que llegué hasta tercer grado parece que fueron tres años, pero no. En realidad fueron cuatro: primero inferior, primero superior, segundo y tercero. En ese momento, la primaria terminaba en sexto grado. Como empecé el colegio a los 8 años, terminé como a los 13. De todos modos, no hagan cuentas, puedo equivocarme: la memoria falla...

Aprendí a hablar castellano, más o menos bien, a los 10 años. Es que en casa, y en casi todos lados, hablábamos en ucraniano. La vida cotidiana era tan distinta... Mi papá, si nos portábamos mal, nos daba con el cinto. Sí, sí, recibí yo también, pero sólo una o dos veces. Mamá era la que pegaba más: con la mano, con un trapo, con una toalla... Y yo me peleaba mucho con mi hermano.

Cuando dejé la escuela, empecé a trabajar todo el día en el campo. En verano, doce horas, de sol a sol. Todos los días. En invierno, ocho horas, que era todo lo que se podía. Comíamos mandioca, polenta, chancho... Vivíamos todos juntos, los diez en una casa. Había lugar para una cocina y dos piezas. Tuvimos que poner una cama en la cocina, porque no entrábamos. Dormíamos de a cuatro en una cama... ¿Colchones? Las camas eran pasto y paja arriba de la madera. Nada más que eso. Viví así hasta los 19 años. A medida que crecíamos, se hacía más difícil entrar.

Basilio, mi papá
Mi papá, Basilio, nació en 1897. Peleó en la Primera Guerra Mundial, donde murió tanta gente... Estuvo en la Guerra dos años, en 1917 y 1918. Siempre hablaba de eso: de cómo disparaban de lejos, cómo se escuchaban los disparos de escopeta por todos lados: puuum, puuum por todos lados. Ellos estaban en la reserva: eran los más jóvenes y los usaban para cavar los pozos que se usaban como trincheras.

Mis hermanos y un recuerdo triste
Como dije, éramos nueve: Basilisia, Ignacio, Yo, Juan (vivió poco tiempo), Juan, Gregorio, Basilisia, Ana y Vladimir. Mi hermana mayor, Basilisia, murió en 1936. Ella reclamaba por la gente, para que nos trataran mejor, para vivir mejor. Una vez fueron cincuenta personas a reclamarle al comisario y los mataron, mataron a varios. Entre esas 50 personas, estaban Basilisia y uno de mis tíos.

La independencia
En mayo de 1945, a los 19 años, me fui de Misiones. Junto con dos amigos, viajé hacia Buenos Aires. Me alejé de mi familia y fui a vivir con uno de mis hermanos, que se había ido antes.

Todo fue muy distinto. En Misiones nunca había visto un avión o un tren. Allá pasaba un avión por semana y todos, hasta los grandes, salíamos a mirarlo hasta que desapareciera, como si fuese algo de otro mundo.

En esa primera época en Buenos Aires, viví en Pompeya. Conseguí trabajo rápido, en una fabrica de bizcochos. Mi labor era llevar los bizcochos desde el horno hasta las cajas. Mi turno era de 4 de la mañana a 12 del mediodía. Tenía que levantarme a las dos y media... Iba en colectivo, pero entraban sólo once pasajeros sentados. Había uno más grande, dónde entraban 21 y ocho más parados. Y más, no te llevaban, tenías que esperar el siguiente. El boleto valía diez centavos, pero hasta las once de la mañana valía solamente cinco, por eso mucha gente aprovechaba y salía a pasear.

Yo tenía mis salidas también, pero en Misiones. Los sábados iba a los bailes que se hacían en los clubes desde las 10 de la noche hasta las 3 de la mañana. En Buenos Aires, en cambio, no salía. Es que en Misiones éramos todos paisanos, y en Buenos Aires no.

Después de un mes de trabajo en la fábrica de bizcochos, me pasé a una carpintería grande. Ahí trabajábamos como ochenta personas, todos en un galpón. Nos pagaban por hora. El sindicato no permitía trabajar más de ocho horas, pero nosotros necesitábamos la plata, y trabajábamos diez, once horas... Hasta los 28 años (1953) ese fue mi trabajo.

Después de tantos años, ya empecé a salir más, a tener amigos. A partir de los 23 comencé a ir a los bailes que había en Retiro, en el Parque Japonés, íbamos a comer a una pizzería... Eso sí: mis amigos eran todos extranjeros. Me acuerdo, ¡cómo no me voy a acordar de ellos!: Juan, Nicolás, Esteban, Pedro, Basilio, Simón, Gregorio, Eugenio... El amigo más bueno que tuve es Gregorio. Con él visitábamos chicas. No eran novias: nosotros íbamos, la chica nos servía mate, nosotros tomábamos... Jugábamos a ver quién tomaba más, ja, ja... Eso fue hasta 1950. Entonces conocí a mi mujer.


Cuando Víctor conoció a Fanny
Nos conocimos en las reuniones, en los bailes de comunidades que se hacían en las casas. Nuestros papás no nos permitían tener amigos que no fuesen extranjeros como nosotros. Nos vimos varias veces, y en 1951 empezamos a salir.

Antes, en 1949, me había ido a vivir solo, a Valentín Alsina. Siempre me cocinaba lo mismo: sopa de espinazo (con fideos, arroz) y un churrasco.

En esa época, nos mandábamos algunas cartas con mis padres. De todos esos años, yo pude ir dos veces a Misiones. Y una vez vino mi papá a Buenos Aires: fue cuando se casó su primer hijo, lo que representaba un gran orgullo para él. Pero llegó el final de la Segunda Guerra Mundial, algunos cambios en la Unión Soviética, y decidieron volver a Rusia, convencidos de que podrían vivir mejor, mucho mejor. Mi papá, mi mamá y cinco de mis hermanos regresaron a nuestra patria.

El 31 de enero de 1952 me casé y, dos días después, mi mujer vino a vivir conmigo a Valentín Alsina. Y, en 1955, Elvira llegó al mundo.

Elvira, mi primera hija
No la agarraba en los brazos, no sabía como tenerla, tenía miedo de lastimarla... Cuando se sentaba, ahí sí la tenía conmigo. Pero acá en Argentina no pudimos dejarla mucho tiempo, porque en 1956 decidimos volver a Europa.

El viaje lo hicimos en un barco carguero. Fueron 24 días en el mar. Al llegar, nos instalamos con mis padres en Gorojov, en una aldea llamada Mariánovka. En ese lugar seguí con mi oficio de carpintero: hacía puertas, ventanas... Trabajé ahí entre 1956 y 1968. Era una fábrica de azúcar, y dentro de ella estaba la carpintería.


La vida en Rusia no fue fácil. Recuerdo que, cuando llegué, viajé a un pueblo para comprar zapatos y volví con las manos vacías: ¡no había, no había zapatos! No había pan tampoco, sólo daban uno por familia, que valía diez centavos. Y no había mucha carne, pero igual si había no podíamos comprarla: con lo que ganabas por un día de trabajo no podías comprar ni un kilo de carne. Definitivamente, queríamos volver a la Argentina.

Además de mi trabajo en la carpintería, edificaba en la casa los domingos. No me gustaba trabajar en invierno: las maderas estaban congeladas. Había que agarrar la pala, sacar la nieve, buscar las maderas... Y, después, caminar un kilómetro y medio para ir a comer. Me cansaba. La verdad es que me cansaba mucho.

En 1966, 1967 mejoró un poco la cosa. Ya había pan, al menos. Nosotros comíamos siempre sopa, sopa con papas. Recuerdo que había un vecino que tenía una cámara de fotos. Hay una foto de Elvi, muy chiquita... Deben haber unas tres o cuatro fotos de esa época.

El gobierno soviético te obligaba a comprar el diario. Salían un diario y una revista por semana, y tenías que comprarlos sí o sí. También había revistas de chistes, pero no se conseguían.

Tatiana completa la dinastía
Cuando nació Tati, en 1960, fue como cuando nació Elvira, la misma sensación de alegría. Yo trabajaba mucho, y por eso no tenía mucho tiempo para estar con ellas. Y quería volver a Argentina. Uno siempre quiere volver a casa...

En 1967, por fin, se produjo el retorno. Esta vez, nos olvidamos de los barcos: viajamos en avión, un KLM holandés. Primero tuvimos que llegar de Moscú a Amsterdam, fueron más o menos dos horas. Y luego sí, diez horas de avión hasta Buenos Aires. Al año siguiente se vinieron todos nuestros familiares y volvimos a estar juntos.

Nos fuimos a vivir los cuatro (mi mujer, mis hijas y yo) a Villa Caraza. Alquilábamos una pieza, que ni cocina tenía. Tuvimos que luchar mucho, hasta que por fin pudimos comprar un terreno, ahí en Caraza.

¿Cómo conseguí trabajo al volver? Bastante más fácil que como se consigue ahora. Compré el diario y había que ir cerca de la antigua cancha de San Lorenzo. ‘Necesito maquinista y carpintero’, decía el aviso. Fui, y el patrón me dijo: “Vení a la una de la tarde que empezamos”. Así de rápido.

Ahí hacía muebles, era una fábrica de sillas, y trabajaba ocho horas por día. Estuve un año y cuatro meses. Mientras, los domingos, edificaba con mi señora. Lo primero que hicimos fue el comedor, la cocina, el baño. Pero hacía falta dinero para poder seguir construyendo nuestra casa. Por eso, le dije a mi patrón que necesitaba trabajar horas extra. Él me dijo que no se podía. Entonces, tuve que cambiar de trabajo.

Para 1969 ya tenía un trabajo nuevo. Esta vez, era una fábrica de muebles en Lanús. Ahí me regalaron un placard, un mueble grande y una mesa. Las tres cosas, 36 años después, siguen en casa...

Mi jefe no era muy bueno, era más o menos, pero me dejaba trabajar horas extra. Yo estaba unas once horas por día. Claro que él nunca daba aumento. Sin embargo, me mantuve ahí hasta 1985. Mi mejor compañero era Pedro, el tío Pedro. No es para menos: él me había recomendado. Pero había buena gente: Sergio, Alejo, Gregorio, Pedro, Nicola, Nikita...

Gracias a esas once horas diarias que trabajé, durante los fines de semana pudimos hacer una pieza, que terminamos en 1971. Le vendimos la casa al tío Pedro y vinimos a vivir a Lomas de Zamora, para que las chicas empiecen el colegio acá. La nueva casa era una habitación grande donde estaba la cocina, el baño y la pieza, todo a medio hacer. Pero no importaba: ya estábamos acá, y estábamos decididos a quedarnos.


El día que Víctor fue de Racing
El fútbol me gustó desde que llegué a la Argentina la primera vez. En 1955 ya había elegido equipo: me hice de Boca, por su arquero, Mussimessi. Él cantaba “yo soy nacido en Corrientes, tierra del chamamé, viva Boca, viva Boca, el cuadrito de mi amor”.

En 1967, cuando volvimos a la Argentina, me compré mi primera radio para escuchar la final del mundo: Racing contra Celtic. Yo hinchaba por Racing, por supuesto, y al final salió campeón del mundo.

En 1977 o 1978 –no recuerdo– fui por primera vez a una cancha. Jugaban Argentina y Unión Soviética, en River. También fui a la cancha de Boca a ver Argentina-Inglaterra; fui a ver a Boca con un equipo de los que ahora está en la B, no me acuerdo cuál; vi Banfield-Racing...

¿Por qué me hice de Los Andes? Porque pasaba todos los días por la cancha, con el colectivo, cuando iba a trabajar. Empezamos a ir a la cancha, caminando, con Alberto, Eduardo, Nano... Íbamos seguido...

Entre 1966 y 1970, el presidente fue Onganía, pero a mí no me interesaba eso. Ni siquiera compraba el diario. Con el Clarín pasaba algo: o lo comprabas todos los días, o no había, porque se agotaba. Y había otros: Democracia, La Nación, La Prensa, Crítica... Lo que me acuerdo es una publicidad de la radio: “Nada se compara con mosaicos Saponara. Para elegir mejor”. Y los partidos de los viernes. Los viernes escuchaba fútbol. Siempre transmitía Bernardino Veiga.

Víctor y el peronismo
Conocí a Juan Domingo Perón el día de la inauguración del Hospital Evita. Yo vivía a ocho cuadras, así que agarré la bicicleta y fui para allá. Había un cordón muy grande para que la gente no pasara. La vez que estuve cerquita fue cuando se inauguraron Pavón y Mitre, porque no había custodia.

En esa época, Frías se llamaba “Las Tropas”, era una calle de tierra por la que llevaban a las vacas al frigorífico. Para 1971, Oliden ya estaba asfaltada. Y de los vecinos que quedan hoy, ya vivían acá Tito y Dora.

La vida cotidiana
En 1977, la casa ya estaba prácticamente terminada. Nuestro vecino, Lucchesi, trabajaba en Segba y nos prestaba luz, porque nosotros no teníamos, y le pagábamos algo, lo que podíamos. Estuvimos así durante tres años.

Yo dormía de 21:30 a 4:45 y me iba al trabajo en un colectivo que pasaba cada veinte minutos, en el que viajábamos todos apretados.

La comida preferida, en casa, era la carne picada con fideos. Fanny, mi mujer, siempre hacía las compras. A mis hijas les compraba cada semana una revista del conjunto de Leonardo Simmons, del Club del Clan. Recuerdo que, cuando no tenía plata, el diariero me daba las revistas y me decía: “No importa, algún día me las vas a pagar”.

Me robaron una vez, en la Estación Lanús. El colectivo andaba siempre, nada de parar a la noche. Las fiestas, tanto Navidad como Año Nuevo, las pasábamos siempre en nuestra casa, que crecía: en 1978 se empezó a construir la parte de arriba.

La tercera generación
La década del ochenta empezó con novedades. El cumpleaños de Fanny en 1981, cuando cumplió cincuenta años, por ejemplo, fue una fiesta donde hubo mucha gente. Y especialmente el crecimiento de mi primer nieto, Diego (había nacido en 1977). Yo jugaba siempre con él a la pelota. Teníamos una cancha, yo hacía de arquero y él pateaba y pateaba. Y de noche cantábamos juntos Lunita Tucumana. Se portaba muy bien.

Mi segundo nieto es Matías. Él era más tranquilo, hacía todo despacio, no le gustaba tanto patear la pelota. Era diferente a Diego, pero también jugaba mucho conmigo. Cuando creció un poquito jugábamos al fútbol los tres: ellos dos pateaban y yo atajaba. A él lo fui a ver tres veces cuando jugaba a la pelota en Los Andes. Donde lo veía siempre era donde ahora está el supermercado Norte, ahí había unas canchas de fútbol. Lo dirigía Da Gracca; y Matías jugaba bien.

Vanesa nació en 1982 y ya tenía tres nietos, pero ella era la primera mujer. Cuando nació, no estaba tan guapa como ahora, y recién empezó a hablar a los 2 años. Jugábamos los cuatro, íbamos siempre al fondo, y Vanesa jugaba con nosotros aunque era una nena. Ahora que creció, me gusta cuando me viene a molestar y a hacerme reír. En realidad, mis nietos nunca me molestan. Me gusta cuando me vienen a saludar porque lo hacen con mucho respeto.

Enseguida llegó Gaby, que al principio vivió en mi casa. Y en 1984 nació mi último nieto, Martín. Cada dos semanas se juntaban las familias y hacíamos una fiestita.

“Sin nietos no estaría contento”
La verdad es que yo no quería tener más de seis nietos, porque no les iba a poder prestar tanta atención. Al final fueron cinco, y me alegro de que haya sido así. Estoy muy conforme con todos, con mis hijas y mis nietos. Se portan todos bien y no hablan malas palabras entre la familia. Yo me alegraba con ellos, lo único que no me gustaba era tenerlos a upa, porque tenía miedo de que se me cayeran. Pero sin nietos... ¿con quién iba a divertirme? No estaría contento...


Se van para arriba
Yo seguí trabajando en el mismo lugar porque necesitaba la plata: en casa siempre estábamos construyendo algo. Y para eso trabajé: para no decir: ‘Chicos, a ver si me ayudan’. Incluso, ayudé a construir la casa de arriba. Todas las paredes de afuera las hicimos con Alberto, el marido de Elvi. El padre de él puso la luz y los cables; yo hacía las paredes; y otro hombre llenó la loza.

Un hijo adoptivo
Alberto, hasta que empezó a construir su casa, nunca había agarrado una cuchara de construcción. No le importó: él mismo hizo el revoque. ¡Cómo ponía ladrillos, eh! Uno atrás del otro.

Alberto es un hombre que nunca le hizo mal a nadie. Es capaz de perder su plata por no hacerle mal a otro. Él no dice ‘no’ cuando le piden algo. Puede sufrir para ayudar, pero nunca va a decir que no.

Ida y vuelta
Cuando Tati se casó, las cosas cambiaron. Sólo quedábamos con Elvi y su familia. Comíamos junto con ellos. A Gaby y a Martín, mi señora siempre los iba a cuidar. A veces yo también iba, después del trabajo. Nos gustaba estar con ellos, pedíamos que se quedaran una semana en casa. Me acuerdo de que, cuando cruzábamos el puente del ferrocarril, Martín me pedía upa porque tenía miedo. Cuando Tati volvió a casa la recibimos con los brazos abiertos, claro.

El niñero
Muchas veces iba a buscar a mis nietos al colegio. La Escuela 29 que quedaba a diez cuadras. Entre 1983 y 1994, más o menos, siempre había alguno en la escuela primaria. Como yo no los llevaba, pedía y los iba a buscar. Lo más difícil era cuando llovía. La calle 24 de Mayo se inundaba, y ni el colectivo se animaba a pasar. Entonces, esperábamos como una hora hasta que bajara el agua y recién entonces volvíamos a casa. Además fui a algunas fiestas que se hicieron en la escuela, me acuerdo que alguna vez entré.

Raúl Alfonsín
En 1983, cuando Alfonsín asumió la presidencia, parecía que iba bien durante cuatro o cinco meses, hasta que cambió los australes. Antes, la plata argentina era más cara que el dólar. Y de pronto, en cuatro meses, un dólar pasó a valer 30 mil australes. Había mucha inflación. Por ahí iba a trabajar a la mañana y el boleto de colectivo valía tres pesos. Cuando volvía a la tarde ya valía cinco...

En ese momento, nosotros pagábamos las cuotas para comprar el terreno de la casa, todavía. Lo raro era que, como la cuota era fija (29 mil pesos, después 29 mil australes), en un momento salía más caro el viaje en colectivo que el valor de la cuota.

El terreno nos salía en total $6.000.000, a pagar en doce años. En la época de la inflación, todavía debíamos $1.000.000, y lo pagamos todo junto para no gastar más en viaje. Alberto se encargó de pagar la escritura.

Carlos Menem
Parecía un buen hombre, pero después empezaron los paros y a él ni le importaba, no hacía nada. “¿Quieren paro? Hagan, yo no arreglo nada...”. Después hizo todo cada vez peor. Gastaba mucha plata, y en realidad se la quedaba toda él. Puso a María Julia Alsogaray a limpiar el Riachuelo: sacaron dos lanchas hundidas, anotaron que costó millones y no hizo nada más. Los que estaban con él anotaban gastos falsos, no hacían nada y toda la plata iba al bolsillo...

Corralito y después... 
Cuando asumió Fernando De la Rúa, dijo que les iba a aumentar a los jubilados, estuvo dos años y no lo hizo. Néstor Kirchner sí aumentó, enseguida, y luego lo volvió a hacer. Ahora no sé como pueden andar las cosas, hay que esperar. Pero este Gobierno puede hacer las cosas mejor que los anteriores.

Éramos pocos y parió mi nieto
El nacimiento de Micaela, mi primera bisnieta, fue distinto al de mis nietos. Aunque por ahí no puedo jugar tanto con ella, estoy muy contento de haber llegado a tener una bisnieta. Me puso muy feliz haber estado en el bautismo.

Ochenta añitos
Lo que me gusta es que llegué a esta edad con buen humor y con salud. Nunca estuve internado, nunca me tuvieron que hacer una operación. Espero que siga así, nada más.

¿Las cosas que más me gustan? Mmm... Me gusta cuando comemos en el quincho porque, cuando se juntan todos, dicen una broma y otra y otra y se divierten todos. También me gusta meterme a la pileta. E ir al mercado a la mañanita: eso sí que me gusta...

2 comentarios:

  1. Muy linda nota Martin, y si, es la vida de casi de todos los que tenemos abuelos extranjeros, la tuvieron que luchar para salir adelante y sin pedir nada a nadie, solo con sus manos.
    Felicitaciones, me encanto, los quiero mucho, soy elba

    ResponderEliminar
  2. Martín: Me encantó la conmovedora forma en que relatas la vida intensa y rica de tu abuelo, que como muchos, vino a hacer grande nuestro país.- Gracias por compartir su historia!

    ResponderEliminar