Por Leandro Ramos, escritor, profesor de literatura e integrante del Movimiento Etiopía
Cuando cursé sexto grado del EGB tenía un profesor de lengua que se llamaba Hernán Pozzi. Como siempre es mejor quedarse con las buenas impresiones, mi memoria guarda la idea de que fue un buen profesor. Había intentado la proeza de enseñarnos cada uno de los tiempos verbales y lo hacía con entusiasmo. Eso ya resulta suficiente.
Un día, a mitad de año, trajo cerca de treinta libros y nos asignó uno a cada uno. Por algún motivo me dio Don Segundo Sombra. Enseguida advertí que me daba uno de los más extensos. Luego de un breve sentimiento de reproche, entendí que no era un castigo sino un desafío. La novela no es larga, pero a los 11 años edad las cosas se perciben a otra escala. Acepté el desafío con gusto.
Me costó mucho avanzar con su lectura, pero con paciencia logré entender y apreciar sus aspectos centrales. El lenguaje es llano, excepto algunos regionalismos. Las acciones son lentas y las descripciones se tornan algo molestas. Pero la historia es hermosa.
Un chico huérfano crece en el campo bajo la tutela de Don Segundo Sombra, un gaucho que la tiene clara con las cosas del campo y que, además, es buen tipo. Es él quien le enseña que lo bueno de la vida jamás proviene de cosas materiales. Hacia el final, el muchacho se entera de que es hijo de un estanciero rico que había fallecido y debe heredar todas sus tierras, pero ya es tarde: había aprendido que el trabajo de gaucho y la humildad valen más que toda la riqueza del campo.
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