Por Leandro Ramos, escritor, profesor de literatura e integrante del Movimiento Etiopía
Al principio, reconstruimos la historia de nuestros abuelos en base a las anécdotas que nos cuentan. Francisca, mi abuela, cuenta anécdotas inocentes, casi siempre las mismas, como que le hizo el vestido a mi vieja basado en el personaje de la película Sabrina o que leía El Conde de Montecristo todas las tardes mientras mi bisabuela creía que dormía la siesta.
Ella nació en Córdoba, allá por 1931, en otro tiempo y otro mundo. Lo que más resalta de su persona es una gran imaginación y una capacidad de hablar con diversión y ánimo casi infantil sobre cualquier cosa: la carita del perro del almanaque, el frío que sintió en la nariz el otro día que salió a la calle o la forma que tiene el tomate que sacó de la heladera.
Claro, así como se divierte con nada es capaz de enojarse con la misma facilidad. Y, lo que es peor, la imaginación, que antes era una virtud, se convierte en un gran defecto cuando da rienda suelta a sus delirios de persecución y conspiranoia. El vecino de abajo adquiere, de esta manera, las dimensiones de un narcotraficante colombiano o un terrorista musulmán del isis.
Creo, como sostuvo Borges, que la vida de una persona puede reducirse a uno o dos actos significativos. Esto no significa que en todas las personas sea posible tal reducción, sino que existen algunos casos en que esto es posible. Diría que la vida de Francisca es uno de estos casos y ella se encarga de confirmarlo. Hay dos cosas que cuenta con lágrimas: que comenzó a trabajar a los 12 y que su madre falleció cuando tenía 13. Resulta increíble pero fue así.
Desde los 12 años comenzó a ir al taller de costureras, y desde esa edad hasta los 28, cuando se casó, sólo trabajó. Trabajaba. Todos los días. Trabajo y más trabajo en la edad en la que todos vamos a la escuela, nos divertimos, hacemos amistades, vamos a la facultad, nos enamoramos, etcétera. Trabajo y más trabajo.
Por esto es que la quiero a pesar de que me venga siempre con que el gordo de abajo se droga o la persigue cuando ella va a pagar la factura de luz. Y trato de recordarlo siempre: quiero mucho a Francisca porque vive cada momento, cada detalle, como si tuviera los 15 años que le faltaron por no tener otra opción que pasarse los días encerrada en el taller de costureras.
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