Marco, nunca jamás en la vida, había sufrido tanto en la camioneta. Viajó apretadísimo, con las rodillas flexionadas hasta el pecho, con el cuerpo entumecido. Pero por suerte ya estaban llegando. La visita a Paraguay era una tradición de la familia Estigarribia, aunque esta vez el motivo fue triste: la enfermedad del viejo Agustín. En él pensaba Marco, en su abuelo, en toda la energía que tenía el año pasado.
La tía Estela les había comunicado por teléfono que su salud andaba mal. Marco sabía qué era la muerte: el año pasado, allá en Buenos Aires, habían asesinado a balazos a Brian, su compañero de colegio.
—Hace dos días que le cuesta levantarse -les dijo Estela apenas bajaron de la camioneta. El abuelo, igual, sonreía. Esa noche, incluso, comió en la mesa, impulsado por la presencia de sus únicos nietos, y repitió la historia de su tío:
—Fue el último caso de muerte por viruela. Se la llevó él, de tan valiente que era.
La noche siguiente, lo llevaron al hospital: tosía sangre, no podía comer. A las tres de la madrugada, Marco se quedó solo con su abuelo, anestesiado. Paraguay no le gustaba. El abuelo comenzó a susurrar cosas.
—¿Hace calor, Marquitos? -fue lo primero que entendió.
Le avisó a la enfermera que el abuelo tenía calor. El viejo agradeció. Marco sufría. Quería salir corriendo.
—Quiero contarte lo del Cerro Corá, Marquitos. ¿Hay tiempo?
—Sí –respondió seco.
—En el Cerro Corá no había tiempo. La guerra se terminaba, y lo que termina, todos se lo olvidan. En esa guerra, Marquitos, el olvido y la mentira fueron la misma cosa. La misma.
Marco sabía la historia. Un tatarabuelo de su abuelo, Agustín Estigarribia, había estado en esa guerra. El abuelo la había contado de muchas formas diferentes.
—Hacía calor, Marquitos. Hacía cinco años que tres naciones se habían unido para destruir al Paraguay. Los brasileños apuraban nuestra retirada. Cuatro mil quinientos soldados brasileños contra cuatrocientos cincuenta defensores paraguayos, que ya no podíamos defender más que nuestras vidas.
“Podíamos”, dijo el abuelo. Marco se dio cuenta.
—La retirada es lo más doloroso. Ninguno mira para atrás. Los invasores acusan a nuestro presidente, Francisco Solano López, de tirano. Todas mentiras. Él mismo nos lidera. La mitad de nuestras fuerzas son mujeres, viejos y chicos. Tenemos miedo. Sólo cincuenta de los que quedamos somos soldados de verdad. Me parece que soy el único que está en la guerra desde el prinicipio. Estuve en el Mato Grosso, en el Iberá, en Tuyutí...
El abuelo tenía los ojos cerrados.
—En el Cerro Corá, soy el último de la fila. Está bien morir al final, porque después la angustia termina. No hay nada peor que saber que, después de que te maten, la guerra y los asesinatos van a seguir. Entonces es mejor así. Los brasileños están cerca. Tenemos que organizar una línea de defensa, la que podamos. Las mujeres y los chicos se niegan a escapar. Quieren luchar con nosotros. Mientras en la Argentina y en el Uruguay ya nadie recuerda esta guerra, el Brasil está deseperado por nuestra eliminación total. La batalla final empieza. Pero ya ni odio nos queda. Ni odio ni razones. La guerra lo destruye todo, incluso a los brasileños, pero no se dan cuenta.
Respira fuerte, raro.
—Ya nos están matando. Fernández, el coronel Caminos, el general Francisco Roa, Benigno Campos. Les veo los ojos mientras mueren y no puedo hacer nada. Francisco Espinoza, antes padre de una parroquia, maldice a los porteños traidores. Cubro la huida de un grupo de mujeres y, al volver, la guerra está perdida. Solano López se mantiene sobre su caballo y los brasileños lo rodean. Lo tumban. Agarran a su esposa. Él grita: “¡Muero por mi patria!”. Y no muere: lo matan.
Marco pensó en llamar a la enfermera.
—Quedábamos diez. Diez paraguayos. No aguantamos mucho. De pronto fuimos dos, reconocí a mi compañero. Lo había visto tantas veces, pero nunca conversamos. Parecía de mi edad, tenía un poco mi cara. Maté a un soldado brasileño demasiado confiado, pero mi compañero muere. Estoy solo. Te juro que lo pienso: soy el último paraguayo en tierra paraguaya. Es lo último: una bala me revienta por el costado. La muerte me recorre, y no duele. De pronto estoy corriendo por la orilla de un arroyo, Marquitos, corro por la orilla de un arroyo.
El abuelo levantó la voz. La enfermera se acercó.
—Los brasileños festejan. O alguno me alcanza o me voy a morir desangrado antes de llegar a esos árboles. No sé por qué corro, pero corro. No quiero morir postrado. ¡Corro, Marquitos, corro! No hay que morir sin emoción.
El abuelo sonreía. La enfermera le clava una aguja con algo.
—Qué lindo el sol, Marquitos. Acá va toda mi sangre de una vida. No quiero morir como en estos meses. ¡No quiero morir como un muerto!
El abuelo no habla más. Agustín Estigarribia no habla más. Marco aguanta llorar. Su mamá entra a la sala. Marco sale. Camina hacia la casa. Afuera, los nombres de las calles se parecen a los de la historia de su abuelo. Vuelve a aguantar el llanto. Sin saber por qué, recuerda a Brian, su compañero del colegio. Muerto a balazos, allá lejos, en Buenos Aires.
¡Me encantó la transformación! Ya te pasaré otros
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